El enterrador de Pomuch

La gente lo llamaba José Campechano. Fue el primer enterrador de la villa de Pomuch quien realizaba el ritual “cambio de ropa”, que implicaba limpiar los restos óseos de los fieles difuntos, en los años 60’s.

El enterrador de Pomuch

Su nombre era José María Euán May, quien hacía entonces las labores en el panteón. Se le podía encontrar algunas veces en su choza de paja y adobe, meciéndose en su hamaca tejida de soga gruesa. Era un hombre de fe, noble, a pesar de las habladurías del pueblo.

Sus ojos eran pequeños y rasgados, su rostro -que acumulaba los surcos del tiempo- solía sonreír con un dejo de ascetismo.

Don José vestía camisa y pantalón de manta, alpargatas y sombrero de palma de guano y así se paseaba entre los osarios del camposanto.

Quienes lo visitaban en su casa, lo hallaban rezando por las ánimas, o sonriendo, mientras se mecía.

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Así lo relató Irma María Balam Canché cuando visitó la tumba de su madre Cristina Canché, fallecida en 1984, quien había sido concubina de don José. Solía conversar con ella en silencio, si acaso derramando una lágrima, mientras cambiaban de paño bordado los restos mortales.

Contaba que José Campechano pasó casi toda su vida cuidando el cementerio, el cual ha tenido solo tres enterradores pues, aunque muchos han intentado serlo, no todos soportan el olor y consistencia de la sustancia que se desvanece, que se hace nada.

La gente del pueblo confiaba en el don de Don José, por lo que, cuando se les enfermaba un ser querido lo llamaban urgentemente. Él miraba a los ojos a la persona y le decía al familiar si tenía o no remedio, si la muerte llegaba esa noche para llevarse su alma.

Ello le ganó la fama y respeto en Pomuch, muchos hablaban de él. “Siempre te recibía con una sonrisa y era un buen hombre, porque cuando los enfermos estaban agonizando lo iban a buscar a él y se iba a tu casa para decirte si se iba a morir tu enfermo”, comentaron tres mujeres longevas que llegan al panteón con flores de tierra pomuchense, enfundadas con vistosos huipiles y en la mano, manteles blancos bordados de hilos de colores para cambiar de “ropa” a las osamentas de Cristina Canché y ahora, de María Balam también.

También las “malas lenguas” se soltaban de vez en cuando para chismorrear que, Don José Campechano se perdía entre la penumbra nocturna en la que tan sólo el fuego de algunas velas dejaba distinguir su vestimenta blanca. Rumoraban por el pueblo que deglutía algunos muertos por lo que le apodaron también “el comecadáveres”.

Ello también infundió el temor y por ello muchos preferían no salir de la choza e imaginar que entre las sombras reinaba el temible comecadáveres, que tal vez no era más que un hombre sabio que tenía la labor de tocar a la muerte, aquella a la que muchos no querían ni rozar para limpiar los huesos de sus seres queridos que se habían adelantado. Decían que Don José veía a la huesuda junto a algún enfermo “y por eso se lo llevaba”.

Aunque le sirvió toda su vida, Don José tampoco pudo librarse de la muerte, llamada por los mayas Ah Puch el descarnado, el verdadero comecadáveres. Al ser hallado en su choza, la muerte mecía su hamaca y otro limpiaría sus huesos en el camposanto.

Dicen que su tumba ya no existe, que forma parte de los muros del camposanto y que sus restos han desaparecido o son parte del viento del Mayab.

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