Ellos no temen tocar los huesos, no temen recordar la forma en que murieron; por el contrario, se sienten cerca… muy cerca.
Ellos no temen tocar los huesos, no temen recordar la forma en que murieron; por el contrario, se sienten cerca… muy cerca.

En la Península de Yucatán hay un tesoro místico en la forma de recordar a los fieles difuntos y esta tradición se alberga en el poblado de Pomuch, que limita al norte con la ciudad de Hecelchakán, y al sur con la ciudad de Tenabo, estado de Campeche.

Para los habitantes mayas de Pomuch y sus descendientes, el culto a los muertos es signo de unidad familiar, el inicio de una vida eterna, el encuentro con el creador.
En este singular pueblo, la muerte pasa del dolor a un misterioso y ancestral rito de origen milenario que se sustenta en diversos acontecimientos, como los entierros de los señores Cocom quienes, al fallecer sus familiares, les cortaban las cabezas, las limpiaban para ponerlas en los oratorios de sus casas y les ofrendaban comida para que no les faltase nada en la otra vida.

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Ocho días antes del 1 de noviembre, los familiares acuden al cementerio de Pomuch a limpiar los restos óseos de los seres queridos, acto que varía según la persona, ya que algunos lo realizan con brocha en mano y otros con el mantel con el que se habían envuelto los huesos el año anterior.

Ellos no temen tocar los huesos, no temen recordar la forma en que murieron; por el contrario, se sienten cerca… muy cerca.

Don José Natividad Yam Naal, de más de 80 años y J’men (curandero) de la comunidad, recuerda con claridad que, en la época de los 50, al momento en el que la persona moría, se le colocaba una vela blanca en la mano, antes de ser amortajada y velada. Según la creencia popular esto se debía hacer si se tenía una pareja o esposo (a).

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La doctrina transmitida por los frailes no eliminó las raíces profundas del culto a la muerte entre los habitantes de la antigua Tixpomuch, ahora llamada Pomuch, pues creían que la muerte no era más que un cambio de estado, una forma de vida diferente en otro lugar, pero con las mismas necesidades de un vivo.

Esta creencia milenaria sigue viva en los pueblos mayas practicantes de rituales mortuorios, como Pocboc, Santa Cruz, Sodtzil, entre otros poblados; pero sin duda, en Pomuch, la limpieza de huesos cobra más fuerza.

Por ello, su tradicional ritual, después de que el difunto cumple tres años enterrado en una tumba, se procede a la exhumación del cadáver, se limpia por primera vez y se expone ante los familiares que acuden con una botella de ron y con flores para ofrendarlas después de la limpieza; la bebida es para la persona que sacó los restos.

La osamenta amada es depositada en una caja de madera de cualquier especie de la región, de 60 centímetros de largo por 30 de ancho; se coloca un mantel blanco bordado con el nombre o las iniciales del fallecido, así como de hermosos dibujos que van desde rosas hasta querubines, según el gusto.

Doña Irma María Balam Canché, quien acude cada año a limpiar los restos de su madre Cristina Canché, muerta en 1984, relata: “recuerdo que cada año, cuando se sacaban los santos restos por primera vez se llevaban a casa para que se les hiciera un rezo o una novena; eso, según las posibilidades de la familia”. Hace más de 40 años que la Secretaría de Salud prohibió la práctica de llevar las cajas con las osamentas al interior de los hogares para celebrar el Día de Muertos, por considerarlo antihigiénico para la población.

Hoy, los rezos, plegarias y limpia de huesos se llevan a cabo en el interior del panteón, frente a los osarios.

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