Don Venancio saca los restos óseos de un osario en el cementerio de Pomuch, huesos viejos que semejan las ramas de un árbol y raíces arrancadas de la tierra maya.
Toma un fémur, le pasa una brocha para limpiar el polvo que se elevará en el aire, mismo que respiramos los que ahí estamos para presenciar el ritual de Choo Ba’ak, o el “cambio de ropa de los muertos”. Con ágil maestría desliza la escobilla, haciendo un sonido como de castañuela.
Don Venancio mete sus dedos entre las costillas, toma unas falanges y las frota unas con otras, como instrumentos de música autóctona.
Venancio Tuz Chi, hombre de más de 60 años, de mirada profunda, piel color de tabaco. Su rostro es alargado y acentuado en sabiduría. Dice que hay personas que a veces no aguantan este trabajo porque hay un perfume, mezcla de los años y materia descompuesta.
“El perfume es fuerte… el olor lo jala a uno por dentro, a veces hasta por dos tres días tienes el perfume todavía y hay gente que no lo soporta; lo sienten, se retiran y no regresan a las labores, porque a veces hasta con eso tienes que agarrar tu comida”, comenta el sepulturero del pueblo y limpiador de los huesos que en otras épocas del año se dedica a la agricultura para ganarse el pan de cada día.
“Las almas aquí están, aquí andan ellos (los muertos), aquí están presentes, ahorita todas las almas están sueltas”, comenta bajando la cabeza con un dejo de misterio, mientras limpia un húmero.
“La vida de un enterrador es triste…”, dice parpadeando , porque a pesar de lo difícil que ha sido, tiene muchas agallas y un corazón de zopilote.
En ocasiones ha tenido que limpiar a algún viejo amigo y conversar con él como con el viento. Sólo Dios sabe lo que platican. Así, cuenta sus secretos a los huesos de Adolfo Cohuó, otro sepulturero con quien trabajó muchos años.
Su mente gira, está pensativa y su corazón también siente: “pienso que algún día me tocará que me hagan lo mismo, que salga una persona electa (por la muerte) para que me atienda también, como yo atiendo ahorita a los que me llaman para arreglar a sus familiares”.
Entre osarios y pasillos, don Venancio sigue agachado en el suelo, haciendo sonar los huesitos unos con otros; los más pequeños también son importantes, por eso también los limpia y los mete a la cajita. Los dientes los incorpora a en su lugar, los que puede, y recoge lo que se ha hecho polvo metiéndolo a una bolsita.
No todo ha sido meditación en el camposanto. Don Venancio ha sido puesto a prueba en diversas ocasiones, pues al atender a algún esqueleto, han aparecido las huellas de la brujería. “De ahí salen las maldades que le han hecho a la pobre persona, aparece adentro cuando estás sacando los restos. A veces aparece una bolsa de sal, una bola de pelo, jabón, alfileres o material de velas”.
Incluso al mismo Venancio le han hecho maldad: “mi familia y yo conocemos un poco sobre ese trabajo, lo levantamos y lo mandamos de vuelta”.
En ocasiones aparecen cosas a la puerta de su casa, “esas son puras maldades y mi esposa lo agarra, busca una yerba especial, como hacían los antiguos, y corta el mal. Lo tira, del terreno, a la próxima esquina. Si alguien pasa a las 12 del día, ese aire (un mal espíritu) se le pega”.
Una de las experiencias más inquietantes para don Venancio, quien fuera instruido por un tío en la limpia de huesos, sucedió cuando sacaban lo que quedaba de un hombre, a los tres años de haber sido enterrado: “fuimos a destaparlo y vimos a esa persona viva”.
“Esa gente es la que estudia la magia negra, esas personas son las que salen a asustar de noche. Tenía sus uñas largas, colmillos, cabello largo, su piel estaba completa y toda blanca”, señala Tuz Chi, con una misteriosa sonrisa, mirándole a uno a los ojos.
“Vamos a enterrarlo otra vuelta, vamos a sellarlo”, le dijo a su amigo Adolfo.
Dos años más tardó ese cuerpo encerrado y después fue destruido. La tumba permanece vacía hoy en día.
Venancio no sabe quién limpiará algún día sus huesos, pero continúa su misión más comprometido que nunca: “Diosito que me mande, pues estoy aquí para servirles también, a ver a mi quién me va hacer el favor”, expresa sonriendo, cepillando una quijada y colocándole los dientes.
Lo último que limpia es el cráneo, parecido a la jícara del árbol, donde los dioses toman su bebida. Lo mira con un gesto de empatía y lo asienta sobre el resto de los huesos que lentamente se siguen convirtiendo en polvo.